Un día
como hoy, en 1924, falleció un peruano como pocos: Abelardo Gamarra "El
Tunante".
Su extensa obra es poco conocida. Es un deber leerlo,
reimprimir sus artículos, sus libros...
A los pocos días de su muerte Luis Alberto Sánchez
escribió una nota publicada en la revista "Mundial" que la reproduzco
íntegramente para ustedes.
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"Mundial" julio de 1924 |
LA MUERTE DE “EL
TUNANTE”
Hay
personajes al parecer sin importancia, cuya vida pasa desapercibida porque huye
del reclame sonoro. Cuando mueren, saltan, impensadamente, méritos que no se
sospechaban. Mejor dicho, méritos que la complicidad de todos callaba, porque
siempre es molestoso tener que rendir homenaje a valores auténticos.
Hay
personajes que pasan en silencio. Sus nombres suenan como violines a la
sordina, como tambores destemplados de Semana Santa, roncos., como avergonzados
de llegar a oídos profanos. Si algún día uno les avienta a la cara sus
virtudes, ellos se espantan como si les echaran al rostro un pecado mortal. Se
acostumbran de tal manera a la modestia, que la fama se convierte en nombre de
un crimen horrendo, y la justicia en un ideal tan inalcanzable, tan vago, tan
remoto, que vale más vale más la pena no pensar en semejantes ensueños, propios
de imaginaciones calenturientas o de corazones ambiciosos. La oscuridad los
cerca. Sienten que hay una maquinación terrible en el ambiente, y, como, en el
fondo, todo gran modesto es un formidable orgulloso, se contenta con el placer
estupendo de saberse superior a los demás.
Así
se pasan la vida estos hombres, tan distantes del concepto emersoniano de dos
hombres simbólicos, tan cerca, empero, del auténtico sentimiento del héroe, del
héroe carlyliano, cuya celebridad lo mismo reside en el cintilar de una
estrella que en la prosaica realidad de un hecho cotidiano. Heroísmos
silenciosos, cuya virtud sublime esta en eso, precisamente, en sentir vergüenza
del ruido eternamente mentiroso, de la celebridad siempre mesalina, del reclamo
toda la vida hueco y sin por qué.
Yo comparo, al ver desaparecer a este gran criollo que se ha ido, sin bullanga,
al amanecer de un día cualquiera, sin pronunciar palabras de despedida ni
declaraciones de relumbrón, yo comparo el viaje sin retorno de este don
Abelardo Gamarra con las muertes de otros hombres ilustres y me da tentaciones
de reír, sobre la tumba fresca—cuando aparezcan estas líneas—del escritor
muerto; sobre el cadáver tibio—cuando escribo estos renglones—del padre de la marinera.
Si
fuéramos un poco mis lógicos, si la sindéresis no anduviese par las nubes,
sería la hora de evocar todo lo que hemos llamado movimiento nacionalista, todo
cuanto se tilda de criollo y de peruano, para hablar de don Abelardo. Tenía
"El Tunante" el cetro de aquella tendencia, a cuya sombra trafican
tantos transeúntes de las letras.. Era don Abelardo el criollo más auténtico,
y, tras su gesto arisco, escondía un corazón maravilloso, uno de esos corazones
de abuelo Iontano, tierno y sencillo como un chiquitín. Si alguna vez pudo
estar serio, poco duró la seriedad en esa pluma hecha para destilar donaires,
pero donaires criollos, esos que le venían en línea recta, sin rozarse con
nadie, de Segura y de Caviedes; esos donaires legítimamente nuestros, en los
cuales no habían entrado, coma elementos adulteradores, la tradición española y
la gravedad de la Academia. Donaires y gracias netamente limeños, a pesar de
que él no era de Lima. Gamarra había nacido en Huamachuco.
No había necesidad
de examinarle combo para darse cuenta de su origen andino. Tenía el acento
apretado y silbaba las eses, como los hombres de sierra. Atrincherados los ojillos
pequeños tras de unas antiparras con aro de plata, miraba atentamente,
curiosamente a los hombres y las cosas, con ese mismo gesto que se sorprende en
otro que fue grande amigo suyo, en don Germán Leguía y Martínez. El ralo bigote
le colgaba sobre las comisuras de los labios, y vestido de negro, con sombrero
de paño, empuñado el bastón, despertaba al momento, don Abelardo las figura de
los viejos andinos, un poco recelosos y otro poco socarrones.
¿Cuantos
años tenía Gamarra? Ni sus hijos lo saben. Uno, Carlos, me refería momentos
después de la muerte, que calculaba que el padre había muerto a los setenta, y
ocho años. La coquetería del viejo había sido ocultar su edad. Pero, había sido
amigo de Casós, había conocido de cerca, a los Gutiérrez, había halado un cañón
cuando el 2 de Mayo, había combatido el 79… Todos estos datos bastaban para
remontar su nacimiento a muchos años atrás. Quizá setenta y ocho. Quien sabe
ochenta. Tal vez…
¿Y
que hizo el escritor? De muy niño recuerdo que en casa se leía "La
Integridad". Para mí, tal nombre me sonaba a cosa misteriosa, pero
picante. "La Integridad" y "El Tunante" sonaban juntos. No
era posible separarlos. Se hablaba de sátiras endiabladas, de chistes tremendos,
de críticas agudas, de comentarios audaces. "La Integridad" era el
alma y el lema de Gamarra. También era su voz. En el periodiquillo pequeño, en
sus cuatro hojas modestas, desnudaba su conciencia limpísima el huamachuquino.
No
creía, de puro conocerlos, en los políticos, Cuando le hablaban de cualquiera
de ellos, nunca le faltaba una anécdota oportuna. Una vez, alguien le ponderaba
la organización popular del pierolismo y la férrea disciplina de los
Civilistas. Gamarra tenía un cuento. Cuando vino Maúrtua—no sé si la memoria me
es fiel—de Buenos Aires, pretendió con Gamarra reformar el periodismo, iniciar
reportajes, darle aire a los diarios. Sacaron uno. Gamarra fue a hacer algunos
interviús. Uno de ellos, naturalmente fue a Piérola. "El Tunante"
refería que Piérola no lo recibió el primer día y que, cuando volvió, lo
encontró trabajando, como siempre con su aparato habitual. La conversación rodó
y, entre preguntas intencionadas y respuestas parcas, hubo una que de repente
paralizó al caudillo. Decía éste como había nacido el civilismo:
"Pardo—relataba don Nicolás—cogió a la aristocracia, a mí no me quedó sino
coger al pueblo, y…” Gamarra bruscamente, cortando el relato, interrumpió al
caudillo: "Y, señor, si hubiera pasado la contraria, que hubiera hecho
usted?". Y Piérola no le contestó nada.
Era
de los avanzados, don Abelardo. Sintió palpitar su espíritu, como toda alma
noble de ese entonces, con la gran ilusión radical. La recia figura prócer e
inmaculada de González Prada era una arista, dentro del encorvamiento en que
vivía la patria a raíz del desastre. Arista u oriflama, lo mismo da, sobre la
que convergían la, devoción apasionada de unos, la labia incontenible de los
otros.
Gamarra
actuó, como tantos, en aquel movimiento demasiado avanzado, demasiado audaz,
demasiado aguafuerte para nuestro ambiente de medias tintas y de casuismos. Los
rábulas tenían que protestar. No era posible que un medio tan hinojado dejase
de precaverse contra el tremendo calamorrazo que significaba el triunfo del
radicalismo. Además, había un poco de retórica en el movimiento. El apóstol era
poeta, y, aunque, Cristo también lo fue, en las democracias criollas, el
apostolado necesita de la montonera y la prédica de los castillos de fuegos
artificiales. A campanadas se corrige el trópico, mejor que a razones.
No
nos acordemos de aquello. Hay rememoraciones que despiertan rencores y suscitan
penas. Mi conocimiento con don Abelardo nació así, del recuerdo del Maestro
González Prada. El rectificó una afirmación que yo había tomado, en un libro
mío, de un relato hecho por Hidalgo. Una exageración de este. Gamarra
puntualizó el hecho. Yo hube de agradecérselo.
El
criollo, en sus últimos años, escribió un libro un poco amargo. Pues, él fue el
genuino representante de lo criollo. Él fue quien, cuando a raíz de la guerra,
se bailaba entre la gente del pueblo "la chilena", le cambia ese
nombre por el actual de “la marinera". Detestaba de corazón, como Segura,
todo lo afrancesado, todo lo exótico, todo cuanto no fuese sincero y autóctono.
Le apasionaba estudiar al indígena, pues se sabía hermano suyo. Vivía enamorado
de la vida porque se sentía criollo autentico. Nada había que despertase más
sus enconos que la imitación extranjera. Y en este aspecto, nadie en el Perú le
aventajó. Don Ricardo Palma, que se preciaba die criollo, pecaba de excesivo
amaneramiento, lo cual se trasluce en sus Tradiciones, en sus versos, en sus
traducciones. "El Tunante", jamás. Sus "Rasgos de Pluma",
tienen el mismo sello original que los "Chispazos" de Juan de Arona y
los "Aletazos" de "El Murciélago".
Después
de aquello, "El Tunante" seguía publicando su "Integridad".
En vísperas del centenario de 1921, Gamarra editó un libro. Su título basta
para formarse idea de él: se llama "Cien años de vida perdularia".
Hay una carta de Alcides Arguedas, el gran sincero boliviano, que enaltece a
Gamarra y a su obra.
Y
punto. Sería necio deplorar con lamentos literarios la muerte de "El
Tunante". Sabemos que se va uno de los hombres más enamorados de la
nacionalidad y más encariñados con el precario terruño en que comemos pan de
harina, aunque no de ideas. Ha muerto come vivió: sin notas sociales, sin
sueltos periodísticos, sin bulla, excepto la queja incontenible de un amigo
leal que el mismo día de la muerte, no pudo sofocar su pena y dio a los vientos
la soledad en que agoniza "El Tunante".
Y
luego, hemos venido todos, los sinceros y los plañideros de oficio, a enaltecer
su recuerdo.
LUIS ALBERTO
SANCHEZ.