Desde hace más
de tres siglos las lomas y la pampa de Amancaes, que llevan el nombre de la
flor que las engalana por esta época del año, fueron el escenario de la fiesta,
que se celebraba el 24 de junio, día de San Juan, celebración de la población
limeña cuyos inicios se remontan a la época colonial y que duró hasta la
segunda mitad del siglo XX (1963). Fue una fiesta en la que, según las descripciones,
todos los estratos de la población se hacían presentes. Los componentes
principales fueron los paseos a caballo (sustituido después por el automóvil) y
a pié, la comida, la bebida y la música y los bailes.
En el presente
texto se presentan fragmentos de once relatos de viajeros extranjeros que
llegaron al Perú durante la primera
mitad del siglo XIX (en realidad entre 1790 y 1850). La mayoría de estos
relatos no han sido tomados en cuenta por los estudiosos de esta festividad
limeña. Los que han estudiado la fiesta se ha ocupado sólo del período
correspondiente a la parte final del oncenio de Leguía (1927 - 1930) y sólo han mencionado –para los antecedentes–
los relatos de Radiguet, Flora Tristán y Botmileau y Tshudi.
Los relatos de estos viajeros ofrecen una
visión de primera mano de algunos aspectos de la fiesta en cuestión, y aunque todos
poseen una dosis de subjetividad, eso no impide que sean tomados como fuente
documental ya que constituyen “instantáneas” que nos sirven para tener una idea
de lo que fueron las costumbres limeñas en ese período.
He ordenado
los relatos siguiendo una perspectiva
cronológica. Esto permite destacar ciertos cambios en la fiesta y en la misma
narración de ella. En los primeros relatos
se da por sentada la presencia indígena en Amancaes, cosa que pareciese
olvidarse durante la segunda mitad del siglo XIX y el siglo XX. Al parecer
Amancaes fue poblado desde la época prehispánica. María Rostworowski, basada en
una comunicación personal de R. Ravines dice que en dicha zona “existen
evidencias de un asentamiento prehispánico, cuya antigüedad aún no ha sido
precisada” (Rostworowski 2002: 252). A la llegada de los conquistadores, el “valle
de los Amancayes” formaba parte del
curacazgo Limeño de ese nombre y cuando se implementaron las reducciones “los naturales” fueron
trasladados al pueblo de Magdalena. Los
españoles denominaron San Gerónimo al cerro que domina las pampas y clavaron
una cruz. Durante los meses que cae “la garúa” (de junio a septiembre), las
lomas reverdecen y florece en ellas la amarilla flor de “amancay” o “amancaya”
que ha dado nombre a ese lugar. Desde épocas muy antiguas los “lomeros”
llevaban su ganado a pastar y cuando los limeños iban de paseo aprovechaban la
leche y el queso que producían éstos, e incluso, para pasar la noche, los “ranchos” o chozas construidas por ellos.
Por otro lado,
estos relatos sirven para documentar sobre la presencia de la zamacueca y de
diferentes instrumentos musicales, algunos olvidados por la historiografía musical peruana como por ejemplo la “guitarilla”[1].
Si bien es cierto que en algunos de esos relatos no se especifica el nombre de
las danzas–omnipresentes en la fiesta– es recién a partir de 1834 que se nombra
a la zamacueca, al arpa y el “cajoneo” sobre ella; remarco que la zamacueca es
descrita como “baile nacional”. Por primera vez se nombra al “cajón” en 1847 y
en el relato de Ruschenberger se encuentra una de las pocas alusiones a otra
danza de la época: “el chocolate”.
Acuarela de Leonce Angrand
El primer
relato que incluyo es el de Tadeo Haenke (Bohemia 1761 – Bolivia 1817) “naturalista”
y botánico enviado al Perú por la universidad de Viena para acompañar a la
expedición española de Malaspina en
1788. En su Descripción del Perú (1790)
escribió:
“Decoran y hermosean aquella
gran capital [Lima] varios paseos públicos compuestos de calles de altos
sauces y naranjos, adornados con fuentes de bronce: cada paseo consta de dos
calles para coches y dos intermedias
para personas. La Alameda, que es el más suntuoso de todos los paseos, es
también el más concurrido; y en la estación, desde San Juan a San Miguel, el de Amancaes. Este es un cerro
situado al norte de la población y a corta distancia de ella, en cuyas colinas
y faldas nacen y se crían unas flores
amarillas y le cubren a manera de una extendida alfombra. Concurren allí a
divertirse, a almorzar y merendar. Mucha gente va a caballo, y en este variado
cuadro se ve pintado con colores bien vivos el tipo del americano. Al son de
una guitarrilla y de unas coplas mal cantadas, bailan, retozan y parecen como
desterradas de su espíritu las taciturnas ideas del meditabundo europeo”
(Haenke 1901: 28-29).[2]
Otro relato es
el de Joseph Skinner quien en 1805 publicó en Londres su obra titulada The
Present State of Peru:
“Las REUNIONES de la compañía
a orillas del río [sic.]
Amancaes,
comienzan el día de San Juan, el 24 de junio, y terminan a finales de
septiembre. Las excursiones a las colinas adyacentes a Lima tienen lugar al
mismo tiempo. La garúa, que cae en esa estación, cubre con arbustos y flores
las llanuras arenosas en que termina el valle, y las colinas por las que está
rodeado. Estos paseos, en la medida en que son rurales, no
traen ninguna mala consecuencia,
a menos que cuando haya un exceso en las meriendas, y cuando toda la compañía
llegue a la determinación de dormir al aire libre, o en una miserable choza abandonada por los indios”. [La traducción es mía] (Skinner1805: 217-218)”.[3]
William Bennet
Stevenson fue un viajero norteamericano
que radicó en Sudamérica entre 1804 y 1824. Estuvo en nuestro país y cuando
radicaba en Lima observó que:
“El paseo de las lomas o de
los amancaes, como se le llama, consiste en una visita general a las colinas
del norte de Lima los días de San Juan y San Pedro. Los amancaes son narcisos
amarillos que cubren las colinas cuando están en flor. En esta época del año se
trae el ganado de las haciendas a las montañas para que paste, porque apenas
empiezan las garúas, las colinas se llenan de pasto, de modo que la principal
diversión es beber leche, comer natillas, arroz con leche, etc. En la noche es
muy entretenido ver cientos de personas en coches, a caballo o a pie,
regresando a la ciudad llenos de los amancaes que han recogido en inmensas
cantidades”. (Stevenson [1825] 1994:
181)”.
El
viajero Inglés Robert Proctor, que radicó en Lima y viajó por el Perú entre
1823 y 1824, publicó en Londres en 1825 Narrative
of a journey across the cordillera of the Andes, cuya versión en español
publicada en Buenos Aires en 1919 fue reproducida en 1971 en la Colección Documental de la Independencia
del Perú. De allí tomamos estas
líneas:
“(…) Durante la estación de
garúas, los altos cerros rugosos que se levantan a espaldas de Lima, se cubren
de vegetación y producen un lindo efecto; se llenan de ganado que trepa las
laderas escarpadas en todas las direcciones. Al aproximarse la estación seca
ese verdor desaparece, y examinando entonces el suelo, parecería imposible, a
juzgar por su dureza y esterilidad, que nunca hubiese existido vegetación.
Durante esa temporada los
indios llevan sus rebaños a pastar en los alrededores de la capital y se efectúan
muchos paseos de campo a un lugar llamado Almencais [sic], dos millas de la ciudad. Es un valle entre cerros donde la
clase media acude en calesas de
alquiler para visitar las chozas de caña provisorias de los indios pastores;
allí toman leche fresca y una especie de queso cremoso hecho por los indios con
leche de cabra.
(…) En Amancaes generalmente
encontrábamos muchos grupos sentados entre los fragmentos de roca, bailando al
son del arpa o cantando con guitarra”. (Proctor [1825] 1971 T. XXVII, V. 2°: 295)[4]
Otro relato,
de la misma época es el del viajero francés Gabriel Lafond Lurcy[5]
quien realizó varios viajes por la América del Sur, Estuvo en Perú en 1824 y
también en 1828. Publicó Voyages autour du monde et naufrages
célèbres. En el volumen II escribió lo siguiente:
“Los
Salazar, los Izcue, los Cortez y otras familias ilustres de Lima, se habían
reunido para hacer una partida a Amancaes. Yo había sido aceptado en su círculo
íntimo, aunque era un extraño, y compartía todos sus placeres. Partimos a
caballo y en coche hacia Las Lomas,
donde permanecimos ocho días, acostados casi sin orden ni concierto en
colchones tendidos en el suelo o en las mesas y caballetes, bebiendo, bailando
y cantando día y noche con la máxima libertad.
Cada
familia había construido una cabaña en la que se pasaba el día y donde se
depositaban todas las provisiones. Por la mañana, nos encontramos en la
recolección de flores; al medio del día, llamado en América las once horas en el Tifin[6];
en la noche en el baile o tertulia y el juego. Les dejo adivinar los hábitos
que resultan de esta multiplicidad de relaciones con toda la diversión como
único propósito.
Los
Amancaes son narcisos jóvenes que crecen entre los valles y sobre todo en este
lugar de diversiones rodeado de colinas que los albergan por todos los lados.
No sé si son las flores que dieron el nombre a las montañas o las montañas que
dieron su nombre a las flores.
A
comienzos de julio, el suelo se cubre de
verdor y como casi todas las montañas que la rodean están secas, se va allí para disfrutar de todos los encantos
de la naturaleza en la temporada más hermosa. Desafortunadamente el juego
invade y distorsiona la naturaleza de estas fiestas. Apenas merece la pena
salir de la ciudad para disfrutar las solicitudes groseras de la cupidité.
Cuando
la niebla comienza a caer, miles de personas regresan a la ciudad cargadas de
estas flores amarillas que llevan en las manos, en la cabeza, y sus sombreros;
los cabellos y los coches también están adornados lo que recuerda un poco el
antiguo culto de los parisinos por las primeras lilas. Es también la temporada
de la buena leche, y se va a beberla en Amancaes y las lomas dónde están los
pastores que la venden muy fresca y muy cara”.[7]
(Lafond 1844:323-324).
En
1829 Charles Samuel Stewart capellán del buque Vincennes de la marina los
Estados Unidos de Norteamérica visitó Brasil y Perú. Publicó en Londres, en 1832, A Visit to the South Seas, obra en dos
volúmenes. En el primer volumen escribió su “Letter XIX Festival of Amancaise”, cuya versión castellana por José Paz Garay se publicó en la Colección documental ce la independencia del
Perú Tomo XXVII Relaciones de viajeros, Volúmen 4°. La carta es la
siguiente:
“FESTIVAL DE LOS AMANCAES
Lima, 25 de junio. 1829
Ayer fue la fiesta de los
Amancaes, un festival anual que se celebra en Lima el 24 de junio, todos los
años. Es algo similar a nuestro "Primer día de Mayo" y el motivo es
el florecimiento, en esa época, de una flor nativa del Perú, llamada
"Amancaes" para cuya recolección los ciudadanos de toda clase, en la
tarde de ese día se dirigen como hacia a una fiesta, a un punto en la vecindad
de la ciudad, que toma su nombre, así como el festival, de la flor, porque en
ese lugar se encuentra en mucha mayor abundancia que en cualquier otro.
Los gentíos y los días
feriados dan admirables oportunidades para estudiar el carácter, individual y
nacional; y aproveché con avidez esta ocasión para captar una idea en miniatura
del Perú.
Después de una temprana
comida con el Sr. Radcliffe, el Cónsul americano, nuestro grupo partió,
principalmente a caballo. Con dificultad se pudo asegurar suficiente número de
caballos, ya que estos animales y todos los equinos en la ciudad estaban en
esta época en demanda, como en ninguna otra del año. Quedé muy agradecido con
la delicadeza de mi amigo, el Sr. Stanhope Prevost, porque el que yo montaba
era la más hermosa criatura que he cabalgado, llena de vida y travesura, pero
siempre graciosa y gentil como una oveja.
Salimos de la ciudad por una
portada nueva y bonita del Norte —a escasa distancia de la Plaza— que se abría
directamente a un puerto sobre el río Rímac, que en este punto fluye a lo largo
de los muros. En esta época del año el río es poco profundo e insignificante;
el lecho del río de unas cien yardas o más de ancho, presenta sólo una masa
seca de cascajo, cortado en dos o tres sitios por pequeñas corrientes con el
murmullo de pequeños arroyos en pedregoso curso. Pero en el verano a esta
latitud, cuando se derrite la nieve y el hielo de los Andes, cincuenta a
sesenta millas de distancia, cae sobre el mismo lecho, un torrente de gran
magnitud y fuerza, dando a veces una vista majestuosa y terrible, mientras
atraviesa los arcos del puente, en una profundidad de treinta a cuarenta pies.
Por este motivo, el puente,
de piedra marrón, es necesariamente alto y macizo, y de una sólida y elegante
arquitectura. Detrás de él hay un gran suburbio: y después de atravesarlo,
entramos a una alameda o avenida muy hermosa y llena de plantas —el paseo
favorito de los limeños— y muy similar al ya descrito en la entrada a la ciudad
desde el Callao.
Que era feriado era evidente
por la multitud y la vestimenta de cada uno; y la dirección al escenario de la
fiesta estaba claramente indicada por la prisa de todos —carruajes, jinetes y
caminantes— hacia el mismo punto.
La primera figura
descollante que encontrarnos inmediatamente de cruzar el puente, fue una dama
montada en un noble caballo negro enjaezado como para conducir a un mariscal de
campo. El vestido y las maneras de la jinete, y la montura del corcel, eran
enteramente peruanos. Aparentaba unos veinte años, de figura alta y elegante,
de una fina cara poco común, llena de picardía y esplendor de belleza. Un
sombrero de hombre, de paja de Manila, con el arreglo rico y de muy buen gusto
que se acostumbraba para el caballo, el cuello y hombros, y el poncho, eran los
principales accesorios de su atuendo. Este último era de tela color oliva muy
fino, ricamente bordado en plata en los bordes, con un adorno en verde claro y
tan largo como para caer sobre la montura, y casi hasta cubrir un pantalón de
la más fina muselina, medias de seda blanca, y zapatos negros de raso.
Estaba en la esquina de una
calle, y parecía esperar la llegada de un caballero, quien poco después se le
unió. El bullicio de la gente que pasaba hizo que su animal se volviera
rebelde, y golpeaba constantemente el suelo y parándose en dos patas, en señal
de impaciencia por querer unirse con el gentío que pasaba. Esto dio oportunidad
a un fino despliegue de equitación: corrió velozmente en una dirección, y
después la misma distancia en otra dirección —rotando siempre sin cambiar el
paso del caballo— en fina elegancia de formas, y una vida y gracia de
movimientos que la convirtió en la más perfecta jinete. No se podía esperar
nada mejor para el lápiz de un artista; y estábamos tan impresionados, que
todas las miradas estaban fijas en ella, mientras la exclamación “una Diana
Vernon" "una Diana Vernon", brotaba de los labios de cada
admirador de ese personaje del retrato de Sir Walter.
Después de pasar la Alameda,
entramos a un camino angosto, serpenteante y arenoso, circundado a ambos lados
por altos muros de barro, y completamente lleno con carruajes o jinetes, y
gente a pie, mirándose unos a otros e intercambiando miradas y venias con
alegría e hilaridad. En el grupo había personas de toda clase social, de la más
alta a la más baja, de todo matiz y color, desde el más rubio británico hasta
el más negro de las tribus africanas.
Al cubrir dos millas nos
encontramos cerca de los recios y desnudos cerros que rodean Lima por el Norte
y Este, e inmediatamente enfrente de un barranco a una distancia de media milla
que terminaba en una colina muy empinada. Toda el área era desolada como las
cenizas y arenas de un volcán excepto en el lugar del florecimiento de la flor,
que había reunido a la muchedumbre, exhibía aquí y allá un toque amarillo. Esta
era la pampa de "Amancaes”, el lugar de nuestra visita, y sobre las
escarpadas laderas habían grupos esparcidos y también jinetes, en aparente
peligro de desnucarse, subiendo alturas, que parecían sólo aptas para cabras o
ganuzas.
La apariencia general de la
multitud a primera vista desde la distancia, era la de un campo americano para
la revista de tropas, o una carrera en los sectores deportivos; y una mirada
más serena, excepto por la novedad de colores y vistosidad de vestidos, no
disminuía el parecido. Había el mismo alboroto de risas y conversaciones, la
misma presión y movimientos de aquí para allá, el confuso sonido de instrumentos
musicales en varias direcciones, y la alegría tosca y sonora de los bares y
lugares de comer.
Al otro lado del camino
había carruajes halados por mulas, con postillón y lacayo y llenos de damas y
niños en elegantes vestidos de tarde; alrededor de éstos estaban reunidos en
amena conversación y alegría grupos de corteses jinetes mientras que a escasa
distancia a ambos lados del camino podía verse apretados grupos, en medio de
los cuales negros y negras, en tan rica vestimenta como sus amos o amas, bailaban
al son de una música ligeramente menos tosca que la que se podría escuchar en
los poblados de su país aborigen. Ciertamente que tanto las figuras del baile
como la música, si tal puede llamarse, son de origen africano e introducidos
por los esclavos; y aun de este modo, necesariamente pagano y vulgar, me han
informado que no dejan de bailarse a menudo en los salones de la más alta
sociedad del país.
Todas las personas estaban
adornadas con amancaes, y había ramos de flores colocados en las bridas y arneses
de los caballos así como en los sombreros de los jinetes. Para imitar su
ejemplo, y por mi lado para examinar la planta con mayor detalle, nos dirigimos
a la parte superior del lugar y desmontamos para recoger algunas. La raíz es
bulbosa y la hoja es similar en la forma y color a la del narciso (dafodil). El
botón también es del mismo amarillo brillante de esta planta, pero monopétala
como un convólvulo y, como la mayoría de esa clase, rayada con una línea de
verde claro a lo largo de las secciones del pétalo. Intenté preservar algunas
pero son extremadamente delicadas y estaban tan quebradas y dañadas antes de
llegar a la ciudad, que quedaron completamente inservibles.
La parte superior del valle
proporciona una notable y excelente vista de Lima a tres millas de distancia.
El terreno intermedio, hallándose más bajo que el de la ciudad y encerrando
numerosos jardines y huertas frutales, además de la arboleda de la Alameda
presenta una vista verdeante —una ventaja de la que no he gozado en ningún
punto anteriormente— hasta las murallas, torres y bastiones de la capital,
estrechándose más allá en una larga línea, con no poca exhibición de
grandiosidad y esplendor delineadas contra el horizonte y resaltando contra el
cielo. Se dice que es la me-jor vista que puede obtenerse de los alrededores.
Algunos de los cerros circundantes de seis o setecientos pies de altura
proporcionan una mayor visión a vuelo de pájaro, pero revelan al mismo tiempo
los techos terrosos, miserables dependencias de las casas y numerosas muestras
de pobreza y abandono impresas sobre el conjunto, que dañan necesariamente el
efecto que de otro modo hubieran producido.
Volvimos a montar y nos
dirigimos a un rancho o choza con el propósito de probar una bebida popular del
país llamada "chicha". Se hace de maíz fresco y sabe muy parecido al
jugo en una destilería de whiskey, después de la fermentación y antes de la
destilación. La forma primitiva y favorita de preparación entre los indios es
mascándola, en la forma del "ava" de las Islas Sandwich, un hecho del
que estuve contento de no estar informado hasta haber satisfecho mi curiosidad
de probarla.
Al alejarnos de la
muchedumbre que rodeaba este establecimiento, divisamos al Jefe Provisional o
Presidente que se acercaba acompañado de su comitiva[8].
Su vehículo era un carruaje inglés, pintado de marrón con adornos dorados,
halado por cuatro hermosos caballos negros con crineces plateados y el cochero
y lacayo vestían libreas azules y plata. Lo acompañaba un ayudante en el
carruaje y lo seguían inmediatamente detrás cuatro soldados de caballería con
lanzas y gallardetes peruanos. Había cuatro oficiales en el cortejo, dos a
caballo y dos en un coche. Nos reconoció al pasar y al altercarse el carruaje,
le presentamos por breves minutos nuestros respetos. No era tiempo para
conversar, sin embargo, y sólo pude notar que su vestimenta era la misma que la
que tuvo en la entrevista del palacio con el agregado de un sombrero adornado
con plumas blancas y coronado con tres plumas de avestruz, una roja entre dos
blancas, el arreglo de los colores nacionales.
Para este momento la escena
de los alrededores había alcanzado el máximo interés en sus novedosas y
variadas exhibiciones. Además de doscientas calesas —el antiguo y pesado
carruaje de uso común— había dos carruajes ingleses, dos birlochos (barouches),
dos calesines y unos cuantos vehículos extranjeros más. También se distinguía
cabalgando a algunas damas escocesas o inglesas y unas cuantas damas españolas
de apariencia y vestidos similares; mientras que otra muchedumbre de varones y
mujeres, peruanos tanto españoles como indios, negros y negras, de todo color y
en una inacabable variedad de vestimentas, algunos a pie y otros sobre toda
clase posible de animales, desde el más noble de los caballos hasta el más
miserable de los burros, se extendía por miles a los alrededores.
Era imposible que la vista
no descubriera algunos espectáculos burlescos. Tal era el que presentaba una
negra que atrajo nuestra atención tanto como "Diana Vernon" misma:
una mujer joven, gorda y baja con una fisonomía tan conspicuamente africana
—especialmente la boca y la nariz— como pudiera haberse encontrado y con una
figura igualmente de esa procedencia, con una piel tan negra como el carbón y
brillante como si acabara de emerger de un baño de aceite de coco en uno de sus
bosques ancestrales, Su vestido de muselina blanca estaba elaborado manteniendo
las líneas de la moda: bajo de cuello y hombros, con mangas cortas, de las
cuales emergían los brazos en toda su plenitud de negrura y redondez. Llevaba
en su cabeza un sombrero de paja de Guayaquil, alto y cónico, cuyo estrecho
borde levantado a todo su alrededor contrastaba fuertemente en su majestuosa y
cónica forma con lo achatado de su cara y cabeza, en la misma forma que la blancura
de su vestido contrastaba con el ébano puro de su piel.
El animal que montaba era el
arruinado esqueleto de un burro, con un trote cuando podía ser forzado a
llevarlo, tan duro como el escabroso potro salvaje de América, y, montando
según la cos- /329/ tumbre del país, sin silla, estaba obligada a cogerse
fuertemente a la espaldilla de la bestia, con sus pies casi horizontalmente
debajo de ella, mientras que sus brazos, con el trote del animal, se movían de
abajo a arriba, de sus costados a su cabeza con la regularidad y rapidez de un
par de alas en movimiento.
Por un instante todas las
miradas se centraron en ella, y consciente de haber atraído la atención, trató
de dar vida y conseguir galope de su rocinante con golpes ocasionales a los
costados con el extremo anudado de la brida: pero el único efecto producido en
su terco empeño fue detenerlo en seco y con dos o tres corcoveos ofreció el
peligro inminente de arrojar a su señoría por sobre su cabeza; se disparó hacia
adelante en un paso diez veces más incómodo que el de antes, mientras que todos
a su alrededor estallaban en sonoras carcajadas.
No pasó mucho tiempo antes
que las personas importantes iniciaran el regreso y la muchedumbre las siguió
lentamente: muchos de los que estaban a pie continuaban danzando al sonido de
los toscos ritmos de los negros que todavía se escuchaban a la distancia.
Observé a una peruana que avanzó de esta manera a lo menos un cuarto de milla,
girando todo el tiempo como en un vals, entre los carruajes y alegres jinetes en
peligro aparente, en todo momento, de ser atropellada.
Al venir de la ciudad, noté
al final del camino donde ingresamos a Amancaes una especie de tienda con
colgaduras de tela color púrpura, en la cual había música y baile y una
multitud a su alrededor- La presión para avanzar había sido tan grande que sólo
pude observar a un hombre y una mujer corriendo hacia los carruajes y jinetes
solicitando dinero con unos platillos. De regreso nos detuvimos aquí por un
momento. Los músicos todavía tocaban: los instrumentos, un violín, una flauta y
una tosca arpa; el son, una repetición monótona de unas notas salvajes. Pero lo
que más me sorprendió y afectó —y lo que es completamente característico de las
creencias religiosas y estado del pueblo— fue observar una mesa, en frente a la
cual los danzarines habían esparcido flores de amancaes, en la cual descansaba
una imagen a cuerpo entero del Salvador de los Hombres coronado de espinas y
sangrante, representando al que definitivamente es "un hombre de
aflicciones y del culto del dolor", presidiendo una escena de jolgorio y
vicio, y patrocinando demostraciones que, para decir lo menos, bordeaban en el
pecado.
Esta vista generaba una
tristeza que toda la alegría de los miles que velamos y pasábamos en nuestro
camino a la ciudad, no podía disipar. Y fue sólo con los profundos tonos de la
campana del ángelus, descendiendo sobre nosotros de las torres de la Catedral,
conforme ingresábamos a la plaza real —invocando a todos por un momento a lo
menos para el recogimiento y las oraciones— que tuve un cambio de pensamientos
y sentimientos. De todo lo que he visto y conocido de la Iglesia Católica y sus
servicios, este guardar de la "oración vespertina" es de lo más
interesante e impresionante y un acto al que nadie puede negarse acompañar.
A la puesta del sol la gran
campana de la Catedral dobla lentamente tres veces, determinando que por un
momento la quietud de la muerte, tanto dentro como fuera de las casas, se
esparza por toda la ciudad y todos sus miles de habitantes adopten la actitud
de oración. Bien sea cabalgando o caminando, bien comprando o vendiendo, o
cantando o bailando, todos suspenden al momento sus conversaciones, negocios,
entretenimientos, y con la cabeza descubierta se humillan ante la presencia de
su Hacedor y su Juez. Si la observancia fuera tan sincera y sentida como su
sorprendente y solemne expresión, el efecto sería ciertamente saludable. Pero
entre la mayoría de aquellos que respetan lo establecido y que vienen de países
más ilustrados, lo toman como repasar las cuentas de un rosario o la repetición
de un Ave María, y ponen sólo en ello un perezosa atención o la preocupación de
que al aire húmedo los haga coger un resfrío por la exposición de sus desnudas
cabezas”. (Stewart [1832]
1976: 324-330)
Flora
Tristán, escritora y feminista peruana nacida en Francia llegó al Perú
en 1833. Tras permanecer en Arequipa viajó a Lima y visitó la pampa de Amancaes
en junio de 1834. En su obra Peregrinaciones
de una paria Lima escribió lo siguiente:
La iniciación de la primavera es uno de los grandes placeres de Lima. Es en
realidad una fiesta soberbia. El día de San Juan comienza el paseo de Amancaes,
especie de Longchamp, adonde fui con doña Calixta, una de mis amigas. Asistía
toda la población. Había más de cien calesas que llevaban a las señoras
magníficamente ataviadas. Se veían numerosas cabalgatas y una inmensa multitud
de peatones. Durante los dos meses de invierno, mayo y junio, los cerros se
cubren de flores amarillas y de hojas verdes, llamadas amancaes, y tienen el
aspecto de la primavera. Esto es lo que da lugar a la fiesta y el nombre del
paseo. El camino que conduce a estos cerros es muy ancho y la perspectiva que
se tiene desde cierta altura es encantadora. En muchos lugares se arman tiendas
en las cuales se venden refrescos y se ejecutan las danzas más indecentes. El
gran mundo frecuenta estos sitios en los meses de la estación y el imperio de
la moda y el deseo de ver y de ser visto hacen excusar los numerosos
inconvenientes que ofrecen. El camino es muy malo. Los caballos se hunden en la
arena hasta las rodillas. El viento es frío y por la tarde, si uno se demora en
retirarse, corre el riesgo de ser detenido por los ladrones que abundan en
Lima. A pesar de todo, los limeños acuden con verdadero furor. Forman grupos,
llevan su almuerzo y comida y pasan allí la noche. (Tristán [1838] 2005: 392)
William Samuel
Waithman Ruschenberger, fue un naturalista norteamericano que realizó viajes a
través del mundo. Visitó Brasil, Bolivia, Chile y Perú entre 1831 y 1834 y
escribió un libro titulado Three Years in the Pacific, publicado en Londres en 1835. Ruschenberger
dejó una interesante descripción de las fiestas de Amancaes en la que hace
mención a la sama cueca, la danza del
chocolate, el zapateo y el arpa tocada por el instrumentista y “cajoneada” con
las palmas por otro personaje. Este es el primer documento en el que se nombra
esas danzas en Amancaes:
Capítulo XIII
Día de San Juan.- Amancaes
“Entre las grandes fiestas
de Lima se encuentra la fiesta en honor de San Juan. Cae el 24 de junio, cuando
una flor amarilla hermosa, llamada los amancaes (narciso amancaes) está en la
floración completa, que la circunstancia ha dado el nombre al día. A unos tres
kilómetros al norte de la ciudad hay una colina alta, formando con otras dos un
valle o desfiladero profundo que, por el número de estas flores que crecen a
sus lados, se llama Valle de los Amancaes.
A primera hora de la tarde,
todo el mundo, con toda clase de disfraces y equipamientos, empezó a moverse
por el puente, a través del suburbio de San Lázaro y la Alameda de los
Descalzos, hacia Amancaes. Al pasar de la alameda, el camino está cerrado por
altos muros de barro, rodeando frutales y jardines de flores que llenan el aire
de sus suaves olores. Aquí se movían calesas, llenas de damas y niños vestidos
alegremente con cabezas adornadas con amancaes y dalias; Damas a caballo,
manejando sus animales enérgicos en un estilo magistral; Caballeros y oficiales
vestidos de alegres y magníficos uniformes; Negras vestidas de calico,[9] montados
en burros; negros a pie, o montados en asnos o mulas, todos agolpándose a la
escena de la festividad. Toda la corriente viva estaba animada por las mutuas
sonrisas y salutaciones de las damas y caballeros, la risa de los menos
refinados, la burla burda y la hilaridad ruidosa de la multitud plebeya.
Cuando llegamos al valle,
encontramos el suelo desnudo, excepto donde las colinas estaban rociadas con
parches amarillos de amancaes. Se erigieron cabañas de esteras en diferentes
partes del valle rodeadas de varios grupos, disfrutando bailando y cantando al
son de las arpas y guitarras. Algunas damas a caballo, pasando de rancho a
rancho, atrajeron nuestra atención: llevaban el sombrero de Manila, los
pantalones blancos y el poncho, como ya se ha descrito. (…).
En un rancho había dos
africanos bailando la "Sama cueca" con la música de una arpa ruda,
acompañada por las voces nasales de dos negras vestidas con elegancia, y el
cabello frisado y adornado con flores. Una estaba sentada en el suelo,
golpeando el cuerpo del instrumento a tiempo con sus palmas. La bailarina estaba vestida de blanco, con una
falda hasta la rodilla y con un chal de algodón de colores brillantes atado
alrededor de las caderas, para acortar el vestido considerablemente. Sus brazos
estaban desnudos y brillaban en negro puro; en una mano sostenía un pañuelo
blanco, que siempre floreció en el aire, mientras con la otra sostenía su
vestido. Su cabello, como el de todas las negras, era frisado a cada lado, y
estaba rociado con jazmín, y en su cabeza tenía un sombrero de copa alta de
Guayaquil. Su compañero en la danza llevaba pantalones color canela de fondo
lleno, abiertos en la rodilla, con botones plateados, sobre medias blancas y
cajones, vistos en la abertura bordada en un modelo alegre; Una chaqueta
blanca, tan corta como para mostrar su camisa entre su parte inferior y la
cintura de sus bragas. Llevaba también un sombrero alto de Guayaquil. Él era
bastante avanzado en años; Su piel era negra como el ébano, y su cara era más
bien delgada. Ambos estaban fumando y brillando con el verdadero brillo
africano. La figura consistió en avanzar y retirarse el uno del otro, en un
breve movimiento al compás de la música, y ocasionalmente realizando algunos
movimientos más lascivos, a la gran gratificación de los espectadores.
Mientras bailaban, los que
estaban de pie bebían pisco, hablaban y reían de la manera más alegre.
Hay otras dos danzas de un
carácter similar, llamadas El Chocolate y El Zapateo, que sólo difieren en la
canción que las acompaña. Aunque lascivos y vulgares a los ojos de los
europeos, estos bailes se realizan (con alguna modificación sin embargo) en los
bailes públicos y tertulias”. (Ruschenberger 1835: 163-167).
Maurice Rugendas
En 1839, en Londres, Archibald Smith,
M.D, publicó Peru as it: a residence in Lima,
and others parts of the Peruvian republic. En ese libro escribe lo
siguiente sobre Amancaes:
(…) en el día de San Juan, -
un día de festividad y alegría, - hombres, mujeres y niños, de todos los
rangos, todas las edades y todos los colores y ocupaciones, se encuentran. La
alegría es el objetivo de todos. Sus caballos, sus asnos, e incluso sus propias
personas, están adornados de la mejor manera; y tanto los miembros racionales
como los irracionales de la multitud que siempre se mueve están engalanados con
la flor de Amencaes [sic] tomada de las hendiduras y recovecos favoritos de
estas colinas. En este lugar hay tiendas y cobertizos, que proporcionan
asientos y refrescos para aquellos que aman la alegría irreflexiva y berreante
de la "jarrana" [jarana]. En esta exhibición hay una gran confusión
de sonidos musicales emitidos por tambores, melodías, gritos, arpas y
guitarras, cantos, risas y bailes. Aquí también podemos ver el popular
"paseo" de las "chuchumecas" (mujeres de carácter inmoral)
que se mezclan libremente y de buen humor con la multitud, para divertirse
infinitamente. El gusto nacional está en esto, como en otras ocasiones de
fiesta, eminentemente exhibido por la sonora y simultánea risa, o
"carcajada", de vítores voluptuosos cuando la samaqueca, una danza
favorita, se exhibe en un estilo libre y magistral.[10] (Smith 1839: 150-152).
Johann Jacob von Tschudi científico
suizo, estuvo en Perú entre 1838 y 1842 y escribió el relato de sus viajes
publicado en 1843 en Viena en alemán y luego, en 1847, en Londres, traducido al
inglés:
Una de las recreaciones más
populares de los limeños, especialmente de la gente de color, es el Paseo de
Amancaes que tiene lugar el día de San Juan. Amancaes es una llanura de suave
pendiente, aproximadamente a media milla al noroeste de Lima, y está delimitada
por una cadena semicircular de colinas, que se elevan de doce a quince mil pies
sobre el nivel del mar. Durante los meses cálidos del año, esta llanura es un
desierto reseco y estéril; pero cuando comienza la temporada de niebla y lluvia
está cubierto de numerosas flores, entre las cuales sobresale un hermoso lirio
amarillo. Hacia fines de junio, este lirio está en plena floración. El día de
San Juan, los puestos y puestos se acondicionan para la venta de diversos tipos
de refrigerios, y se ve a multitudes de personas de todas las clases y colores
paseando o caminando en dirección a los Amancaes. Allí se entretienen bailando,
jugando, comiendo, bebiendo y recogiendo flores; en la noche regresan a Lima.
Es divertido ver a las Mulatas y Zambas con ramilletes de lirios amarillos en
sus cabezas y pechos. Estas mujeres se agolpan en vehículos muy cargados, junto
a los cuales cabalgan sus caballeros negros, todos riendo, bromeando y dando
rienda suelta a una risa desenfrenada. Desde el 24 de junio hasta finales de
octubre, las fiestas de placer reparan, los domingos y los días festivos, ya
sea en Amancaes o en las lomas. Este último es un rango de colinas un poco más
alejado de Lima. (Tshudi 1847: 134-135).
Maximiliano
Renato Radiguet, conocido como Max Radiguet, fue un viajero francés que estuvo
en el Perú entre 1841 y 1845, realizó esta descripción de la fiesta de Amancaes
que forma parte de su libro, publicado en 1856 Souvenirs de l'Amérique
Espagnole: Chili-Pérou-Brésil:
“Si
se quiere captar bajo un aspecto más curioso el carácter de las gentes de medio
pelo, es preciso buscarlas en las fiestas campestres. El abandono y la apatía
que le son habituales, no se resisten a los platos condimentados, las bebidas
fermentadas o espirituosas y al impulso de los bailes peruanos. Por el influjo
de estos diversos incidentes, su fisonomía triste y resignada, cobra una
expresión de alegría casi salvaje. Una fiesta celebrada en Lima, la de los
Amancaes -el Longchamps de las gentes de color- puede más que nada, hacer
apreciar esa transformación.
Como
Longchamps, el lugar en que se reúnen tiene también una leyenda: un ermitaño
murió ahí en olor de santidad; y al principio, era a su tumba adonde la
multitud iba en peregrinación. Hoy, nadie piensa en el ermitaño, y el pretexto
piadoso de la reunión ha sido reemplazado por un pretexto pastoral, más falaz
todavía. Hacia la fiestade San Juan, las montañas áridas que rodean Lima, se
cubren de una rica cosecha de flores de un amarillo oro, como si los tesoros de
la tierra surgiesen a su superficie. Esta flor, a la que denominan amancaes ha
dado su nombre a la fiesta. La turba se traslada, para cogerla, hacia un punto
de la montaña en que de ordinario crece en gran abundancia. Para llegar a ella,
hay que atravesar una llanura cubierta de tiendas y de ranchos, de los que se
escapa, mezclado al concierto burbujeante de las pailas y las cacerolas, el son
de las guitarras y de los tambores. Cholos, zambos y negros, se detienen en la
llanura. Ahí dan pábulo a sus robustos apetitos y se entregan a las
coreografías más extravagantes. Sobre todo los negros, desnaturalizan las
danzas graciosas y sentimentales del Perú, introduciendo en ellas las posturas
grotescas y los impulsos desordenados de sus bamboulas africanas. Más tarde, la
turbulenta zarabanda se dispersa por las colinas para coger los amancaes;
después, a la caída del sol, toda esa población, afiebrada por los excesos del
día, sube a caballo; las mujeres, pierna aquí, pierna allá, al uso del país, descubriendo
hasta la rodilla, el molde irreprochable de su media de seda espejeante. Hay
que ver entonces a zambas y a cholitas, ebrias de zamacueca y aguardiente de
Pisco, la frente bañada de sudor, los cabellos sueltos, las narices dilatadas,
hundir la espuela en los flancos de sus caballos, para hacerlos cabriolar o
volver bruscamente sobre ellos mismos para no atropellar a un peatón, y
después, lanzarlos de nuevo y pasar como el vértigo, a través de una multitud,
donde cien caballos, obedeciendo a voluntades diferentes, atestiguan con sus
maniobras inofensivas la habilidad de los que los dirigen.
Cuando,
a la puesta del sol, los jinetes de ambos sexos entran en la ciudad,
rivalizando en proezas de equitación, los gozosos peregrinos, exhiben
ufanamente el botín que han recogido sobre los cerros.
Los
amancaes decoran los «ojales», se enredan en corona a los sombreros, se
difunden en todas las manos, en gavillas de oro; y la ruidosa corte, que parece
llevar la librea de la primavera, se desenvuelve y desfila, la canción o el
estallido de risa en los labios, por la alameda, entre dos filas de curiosos
reunidos para asistir a ese pintoresco desfile.” (Radiguet 1971: 72-73)[11]
René Louis Adolphe Comte de Botmiliau ha dejado una de las más detalladas descripciones de
las fiestas (las que tuvieron lugar en 1847). En su relato se puede ver el
grado de importancia y difusión que había alcanzado la zamacueca en aquella
época no sólo en Lima sino también en provincias. En este escrito se nombra por
primera vez el cajón como instrumento formando parte de la “orquesta” con que
se ejecuta la zamacueca:
“Después de las solemnidades religiosas, es en las
fiestas populares donde se pueden apreciar mejor los rasgos característicos de
las jóvenes sociedades de la América Meridional. La más curiosa de esas fiestas
en el Perú es sin duda alguna la de Amancaes. Esta resume en sí todo lo que
buscan los limeños en sus regocijos públicos: el ruido, el movimiento, la danza
al aire libre. Como para favorecerla, el cielo que en general es tan puro y
cálido en el Perú, se vela con una ligera bruma. Los cerros desnudos y
desolados durante el verano se revisten en pocos días de un manto verde. El
aspecto del país cambia como al golpe de una varita mágica. Y es que la lluvia
sería para aquellas áridas costas como un hada bienhechora y la tierra desecada
por varios meses de calor parece aspirar con reconocimiento las húmedas gotas
que caen de ese cielo brillante, en el cual sólo el cóndor mancha aquí y allá
el azul inalterable.
El lugar escogido para la fiesta de los Amancaes es
también uno de los más pintorescos que se pueden encontrar en toda la América.
A dos o tres kilómetros de la ciudad, en una anfractuosidad formada por las
colinas que marcan en cierta manera la primera gradería de las cordilleras, se
extiende un verde césped en el que durante los meses de junio y julio los
rocíos nocturnos hacen nacer una multitud de flores de oro, con cálices
abiertos como los de la azucena y que se conocen en el país con el nombre de
amancaes. (…)
Durante un mes, a partir del 24 de junio, la pampa de
Amancaes presenta el aspecto más animado. Se atribuye el origen de la fiesta
popular a que sirve de teatro a un ermitaño que en los primeros días de la
conquista se supone que escogió ese lugar como retiro y que murió en olor de
santidad después de una vida de abstinencia y de oraciones. Una pequeña
capilla, elevada en el sitio en donde se cree que el ermitaño exhaló el último
suspiro y que los paseantes nunca dejaron de visitar, fue en un principio el
objeto de una piadosa peregrinación que acabó por convertirse en una excursión
completamente profana. Como sea, en cuanto las pampas empiezan a reverdecer, la
población de Lima se dirige a pie, a caballo o en coche, hacia Amancaes. En esos
cerros, de ordinario tan tranquilos, reina un movimiento y una agitación
ensordecedora. Se levanta con mágica rapidez barracas de tablas y de cañas. Se
vende carne, pan, fruta, pero sobre todo aguardiente y chicha, especie de
cerveza de maíz muy apreciada por los indios. Aquí y allá se improvisan salas
de baile adornadas con grandes ramos de flores cogidas en los cerros. El 24 de
junio, aniversario de San Juan, es el gran día de la fiesta de los Amancaes.
Desde por la mañana, el camino estrecho y polvoriento que conduce a la pampa
está atestado de una multitud ardiente y loca dividida en varias partidas o
grupos más o menos numerosos de parientes o amigos. Cada partida lleva consigo
provisiones de boca y una guitarra. Cuando la partida emprende el camino a pie,
uno de los alegres peregrinos toma la guitarra, se pone a la cabeza de sus
compañeros y entona, para calmar las molestias del viaje, algunas coplas sobre
el aire popular de la zamacueca. En torno a él sus acompañantes nunca dejan de
repetirías en coro con riesgo de aspirar las olas de polvo levantadas en el
camino por el torrente de paseantes y jinetes. Hombres, mujeres, blancos,
negros, indios, mulatos, zambos y cholos van de este modo, cantando y riendo.
Se diría que toda la población limeña ha sido bruscamente atacada de delirio.
Aquí una partida rendida de cansancio se detiene al borde del camino para
reparar sus fuerzas por medio de copiosas libaciones de pisco. Allá, sobre un
carricoche excesivamente cargado y que dos caballos trasijados arrastran con
gran trabajo, se yerguen orgullosamente zambas con grandes atavíos y con el
chal envuelto en los hombros como la capa de un caballero. Más lejos, jinetes
montados sobre altas cabalgaduras y con los pies hundidos en enormes estribos,
se abalanzan a toda velocidad sobre los tranquilos transeúntes y cuando el
humeante hocico del caballo está a punto de tocar la espalda de los paseantes,
con un vigoroso golpe de freno lo vuelven hacia atrás, lo echan bruscamente de
lado y parten a galope, con gran admiración de la multitud y con gran temor de
aquellos que no se han familiarizado con ese pasatiempo ecuestre. ¡Desgraciado
del jinete que no está muy seguro sobre su montura y se arriesga
imprudentemente en semejante tumulto! En cuanto ha llegado a la pampa y mientras
va tranquilamente al paso de su cabalgadura, un grito repercute de repente
detrás de él, el violento galope de un caballo se deja oír y antes de que haya
tenido tiempo de volver la cabeza, ha sido cogido por la mitad del cuerpo por
un férreo brazo y levantado como una pluma por algún zambo que lo sienta entre
risas en el cuello de su propio caballo sin que por eso disminuya la velocidad
de su carrera. Después de que el gigante americano ha hecho admirar su
habilidad y su fuerza, deposita tranquilamente en tierra al pobre jinete y lo
invita a montar mejor otra vez. Si por casualidad el jinete objeto de esta
extraña provocación resiste el primer choque, se entabla entonces una lucha
corta, rápida y animada entre ambos. De pie sobre los estribos, el cuerpo
inclinado ligeramente, los brazos tendidos el uno hacia el otro, se acometen,
se acosan, se estremecen y tratan de quitarse de la silla, mientras que los dos
caballos, arrojados lado a lado y como si se animaran ellos mismos con el
esfuerzo de sus amos, huyen a toda velocidad de que son capaces y desaparecen
muy pronto entre espesas nubes de polvo. Estamos, por fin, en la pampa de
Amancaes. Hombres y mujeres han echado pie a tierra. Pasado el primer momento
de confusión los carricoches han sido desenganchados y los caballos se atan a
las ruedas sin que nadie tenga que ocuparse de ellos hasta el anochecer.
Entonces se reúnen las partidas, los amigos se buscan, se extienden las
provisiones sobre la hierba y la vihuela de notas estridentes deja oír los primeros
acordes de la zamacueca. Este baile, el único que conoce el pueblo en el Perú,
merece quizá ser descrito con algunos detalles. La orquesta, de las más
primitivas, se compone infaliblemente de la guitarra que uno de los asistentes,
con un admirable valor en realidad, rasguea con todas sus fuerzas, mezclando a
los acordes una voz muy poco armoniosa y palabras muy a menudo insignificantes,
cuando no son de una grosera libertad que va hasta el cinismo. Cerca del
guitarrista, con un cajón desfondado entre las piernas, otro músico de la misma
categoría, o en todo caso un cantor no menos implacable, marca el compás sobre
la caja con fuertes golpes, sin duda a guisa de acompañamiento. (…)
La zamacueca se baila todavía muy a menudo en el Perú;
es tal vez el único baile conocido en un gran número de salones de Arequipa,
del Cuzco y de las ciudades del interior. Modificada por las conveniencias, se
ha convertido en una especie de pantomima noble, ligera, rápida, que se presta
mucho a la gracia del cuerpo y a la flexibilidad de los movimientos. Esta no es
la zamacueca que se baila en los Amancaes, sobre todo en la tarde, cuando la
botella de aguardiente ha circulado repetidas veces y todas las cabezas están
acaloradas con el movimiento y el ruido, con la chicha y el pisco. Nada más
curioso por su libertad y por su ímpetu ruidoso que esta zamacueca popular.
(…).
En fin, a las cinco, cuando el sol empieza a descender
en el horizonte y se deja sentir el fresco de la noche, toda esa gente alegre
emprende poco a poco el camino de regreso, en el mismo desorden de la mañana,
Una espesa nube de polvo se extiende desde los cerros hasta la ciudad debido a
las pisadas de la multitud. Los primeros jinetes, con sus caballos empenachados
de flores y que avanzan a galope hasta la Alameda, forman la vanguardia de este
turbulento cuerpo de ejército. La alta sociedad de Lima, con sus más ricas
toilettes, sale al encuentro de los que llegan hasta la entrada de la ciudad.
Dos largas filas de calesas arrastradas por mulas se extienden a la derecha y a
la izquierda bajo los árboles de la alameda, En medio de estos vehículos viene
a chocar como una verdadera avalancha la masa confusa y bulliciosa que llega de
Amancaes. Avanza riendo, cantando, bailando, al sonido de las vihuelas, cuyos
acordes se dejan oír por todos lados. Por lo demás, entre esta multitud y
durante las diez horas que ha pasado divirtiéndose con toda libertad en el
campo, nunca, hay una lucha, ni una riña, ni una querella, o uno de esos
espectáculos bochornosos de embriaguez que acompañan a menudo en Europa los
regocijos populares. Cierto orden reina en el mismo desorden de la llegada y de
la partida, Nunca es necesario el uniforme del menor agente de policía para
mantener la tranquilidad. Los peruanos son de carácter pacífico y dulce. El
hombre bien vestido puede sin temor mezclarse a todas sus reuniones y a todas
sus fiestas. El indio parece aún halagado de ver al blanco confundirse a veces
con él entre la multitud, lo saluda cortésmente y si se distingue a un
caballero en uno de los círculos numerosos formados en torno de los que bailan
la zamacueca, se le cede inmediatamente el mejor sitio. Es una especie de
homenaje tácito rendido a la aristocracia del color y a la superioridad de la
raza”. (Botmiliau [1848] 1947: 134-143).
Referencias bibliográficas:
BOTMILIAU, Adolphe Comte de y E. de Sartigues ([1848]
1947) Dos viajeros franceses en el Perú
republicano Lima, Editorial Cultura
Antártica,
HAENKE, Tadeo (1901) Descripción del Perú Lima, Imprenta de El Lucero
LAFOND, Gabriel (1844)Voyages
autour du monde et naufrages célèbres Paris, Administration de librairie
PROCTOR, Robert (1825) Narrative of a journey across the Cordillera
of Andes and off a Residence in Lima and other parts of Perú in the year 1823
and 1824 London Archibald Constable and Co. Edinburgh.
RADIGUET, Max (1856) Souvenirs de l'Amérique Espagnole: Chili-Pérou-Brésil... Paris,
Michel Lévy Frères
RUSCHENBERGER, William Samuel Waithman (1835) Three Years in the Pacific: Containing
Notices of Brazil, Chile, Bolivia, Perú, & in 1831, 1832, 1833, 1834 London,
Richard Bentley
SKINNER, Joseph (1805) The Present
State of Peru: comprising its Geography, Topography, Natural History,
Mineralogy, Commerce, the Customs and Manners of its Inhabitants, etc. London
SMITH, Archibald (1839) Peru as it is: a residence in Lima, and
other parts of the Peruvian republic London, Samuel Bentley
STEVENSON, William Bennet [1825] (1994) Narración histórica y descriptiva de veinte años de residencia en
Sudamérica Quito, Ediciones
Abya-Yala.
STEWART, Charles Samuel (1832)
A visit to the South seas, in the United
States ship Vincennes, during the years 1829 and 1830, London, H. Colburn
and R. Bentley
TRISTÁN, Flora ([1838] 2005) Peregrinaciones de una paria, Lima Orbis Ventures S.A.C.
TSCHUDI,
Johann (1847) TRAVELS IN PERÚ
during the years 1838 – 1842 Londres, David
Bogue
[1]
Especie de pequeña guitarra de cinco órdenes dobles (10 cuerdas en 5 órdenes).
[4]
Edición de1825, en Ingles, disponible en:
https://books.google.com.pe/books?id=4BSScGAob9QC&pg=PR4&lpg=PR4&dq=narrative+of+a+journey+across+the+cordillera&source=bl&ots=sWW1AwXTDo&sig=ZIUK_KV-M3y7g_dcqjJFVUqf0EY&hl=es-419&sa=X&ved=0ahUKEwjLxZndlITNAhXMGB4KHcHRDH4Q6AEIHTAA#v=onepage&q=almencais&f=false
[6] Debe decir Tiffin: almuerzo
ligero típico de la India británica. La denominación deriva del idioma inglés
(argot obsoleto) tiffing, entendido como una pequeña bebida. En el Sur de la
India y en el Nepal se suele emplear el término con el sentido de "una
comida entre horas" similar a un snack indio
(Tomado de https://es.wikipedia.org/wiki/Tiffin)
[7]
La traducción es mía.
[8]
Se trata de Antonio Gutiérrez de la Fuente, quién a la caída del Presidente
José de La Mar, en junio de 1829, asumió
la Presidencia Provisoria de la República con el título de Jefe Supremo, cargo
que mantuvo hasta septiembre de ese año.
[10]
La traducción es mía.